lunes, 29 de septiembre de 2008

OTRO POTRILLO

A media mañana, mis padres junto con Parisi, mi hermana mayor, una muchacha de largo cabello, ojos redondos y sonrisa angelical, partieron hacia  el pueblo de  Athenón,  cumpliendo la promesa mensual de visitar a mi abuelita. Durante ese día todo estuvo tranquilo, salvo el agitado aletear de una bandada de pajaritos, que volaban nerviosos de una arboleda a otra en el bosquecillo cercano. Con la media noche hasta los grillos habían cesado su rítmico cantar. Sin embargo, mi profundo sueño fue interrumpido, al oír al otro lado de la pared un fuerte quejido ¡Aaay!... seguido de espaciadas lamentaciones en un extraño palabrerío. De inmediato, sobresaltado me adosé contra el respaldo de la cama  y me cubrí con la sábana de pies a cabeza. Luego, estiré la mano para encender un candelabro  colocado sobre la mesita de noche. Palpé toda la superficie y no encontré los cerillos. Conforme, seguí sumergido en  las tinieblas de la noche. 

Estiré el cuello y puse toda la atención posible tratando de  percibir algún nuevo detalle. Más todo siguió en silencio. En medio de la  expectativa y no se porque razón, recordé la historia contada por los montañeses, quienes dicen que después de un eclipse de luna, más de algún desobediente unicornio quiere bajar al pueblo a enamorar muchachas. Aunque desde siempre lo han tenido prohibido.

Ya me había adormitado, cuando escuché otro destemplado quejido, que me pareció más un agónico relinche, el cual resonó contra la calle empedrada. Un frío invernal estremeció  todo mi cuerpo. Me cobijé con fuerza y me quedé esperando un desenlace fatal. Tras una corta espera percibí unos pasos, como suaves cascos que lentos raspaban el suelo. A continuación, fuertes pisadas. Con sigilo me puse en pie, caminé hasta la ventana exterior.  Aparté una de las cortinas y como viejita fisgona espié temeroso. No se veía nada. No se oía nada. Sólo una ligera brisa sacudía las flores del vergel. Nuevamente recorrí con la mirada el oscuro sendero. Sombras y más sombras, y en el cielo gruesos nubarrones. 

Trastabillando contra los muebles del salón principal, volví al dormitorio. Asustadizo me recogí en la cama y a lo lejos escuché el tic-tac de un viejo reloj  que se fundía con las fuertes palpitaciones de mi corazón. 

Cuando amaneció, estando medio dormido, escuché el crujir de un aldabón. Era Agatha, la criada, una anciana de lento caminar, que como todos los días, muy temprano salía a buscar leños secos para encender el fogón. Después de haber caminado unos cuantos pasos, soltó un grito desaforado ¡Otro!, ¡Otro! Yo, asustado corrí en su busca. Al llegar me dijo: ¡Mire! ¡Mire¡, señalando contra el suelo con su mano temblorosa. Y agregó: esos pícaros no aprenden.  Junto a una mata de rosas blancas e iluminados por  los primeros rayos de sol, había tirado con desprecio un cuerno sangrante y a su lado un filoso puñal de resplandeciente metal. Mientras, cerca del corral, un desconocido potrillo de blanco pelaje, pastaba mordisqueando unos gajos de florecillas. Al acercarnos, bien pudimos observar que de entremedio de los ojos le escurrían gotas de sangre y de sus brillantes ojos brotaban gotas de rocío.


Ricardo Ramírez

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